Saltar al contenido

Hasta aquí puedo leer

pexels-pixabay-159751

Me quedé a cuadros la primera vez que vi a alguien tirar un libro a la basura. Bueno, para ser sincera, no presencié ese acto como tal, sino que un día levanté la tapa del cubo de la cocina y vi un cadáver de tinta y papel envuelto en cáscaras de plátano y un yogur caducado. No me lo podía creer, tenía que ser un error. Pregunté a todas las personas que vivían conmigo en ese momento y encontré al culpable, que se defendió con un mísero «es que no me gustaba nada». 

En ese momento fui consciente de que el crimen iba más allá de haberlo tirado a la basura: no había terminado de leerlo. 

Puede que parezca una tontería, pero esa anécdota siempre me hace pensar en lo exigente que soy a veces conmigo misma cuando un libro no me está gustando. 

Durante años me he prohibido dejar un libro a medias. ¿Y si, de pronto, se volvía mucho más interesante? ¿Y si me perdía un gran final? ¿Y si dejaba de aprender algo nuevo? Todas estas preguntas se multiplicaron cuando comencé a escribir mis propias historias. Me hacían sentir culpable, me obligaban a cuestionarme cómo me sentaría a mí, como autora, que alguien dejara mi libro a medias, que no le diera más oportunidades.

Después de un tiempo debatiéndome entre finalizar o no un libro que no me está gustando, decidí ponerle fin a todas las dudas y plantarme. Desde entonces, cada vez que llevo, más o menos, la mitad de un libro leído y no hay manera de que me enganche, lo dejo pasar. He aprendido a vivir sin la culpabilidad de estar perdiéndome algo. Y, sobre todo, a no ser tan exigente conmigo misma. Leer no es una competición, ni son unos deberes que te has puesto a ti misma: tienes derecho a dejar pasar una historia cuando sientas que no es su momento, incluso si nunca lo será.

Todos los derechos reservados a ©Meikabuk, 2023