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We're off to see the bookshop

La biblioteca de mi pueblo fue, durante años, mi lugar favorito de peregrinación semanal. El ritual era siempre el mismo: los jueves, a la salida del colegio, mi madre nos llevaba a mi hermana y a mí a la biblioteca, y mientras ella devolvía los libros de la semana anterior, nos dejaba todo el tiempo del mundo para elegir nuestras próximas lecturas.

Adoraba ir a la biblioteca, pero tenía un problema: solo podía sacar tres libros a la semana. ¡Tres! ¡Qué desastre! Como mucho me duraban cinco noches, y yo no podía irme a dormir sin leer. Además, a pesar de que mis padres nos habían inculcado el amor por la lectura desde pequeñas, en casa no teníamos una biblioteca propia a la que recurrir cuando me quedaba sin libros. 

Pero eso cambió cuando cumplí los nueve años. Me apuntaron a clases de música en una academia de Lleida, y los jueves dejaron de ser mi día favorito de la semana. En lugar de ir a por más libros, me obligaron a estudiar algo que ni se me daba bien ni me gustaba. Pero como “la música es muy buena para el desarrollo” no tenía otro remedio que acatar. Siempre he sido bastante pragmática, y no me meto en batallas que sé que no puedo ganar. 

En lugar de eso, recurrí al soborno. 

Cerca de la academia de música estaba la ahora desaparecida Llibreria Troa. Una librería de verdad, grande, con tantos libros que me mareaba de la emoción en cuanto entraba. Adoraba ir a cotillear entre sus estanterías al salir de clase de música, y pronto vi una oportunidad: seguiría estudiando solfeo sin quejarme, siempre y cuando me compraran un libro a la semana. Negociamos y regateamos, y finalmente conseguí dos libros al mes. 

Seguimos yendo a la biblioteca durante muchos años más, pero para mí había algo especial en ir a esa librería, preguntarle a la librera qué libro me recomendaba. Siempre me avisaba cuando había un cómic nuevo de Astérix y Obélix o una nueva entrega de La Penya dels Tigres. Sabía que era fan de la colección de El Barco de Vapor, y a diferencia de la mayoría de mis profesores, me recomendaba libros según mis gustos, no según la edad que aparecía en la contracubierta. Gracias a esa mujer, descubrí joyas que me han marcado profundamente, como El viaje de Teo de Cathérine Clément. A ella le debo el nacimiento de mi biblioteca personal.

Sin las libreras de la Troa, y sin todos los libreros que he conocido con el paso de los años, no sería la lectora que soy ahora. No sería ni siquiera la misma persona, porque nuestras lecturas nos curten y nos moldean.

Los sobornos y el solfeo quedaron atrás, pero ahora tengo un nuevo ritual: cada vez que vuelvo a Lleida, me reservo un espacio en la maleta para uno o dos libros, y me acerco a mi librería leridana favorita, la Caselles, a ver qué me deparan sus bonitas estanterías. 

No es tan rápido, ni tan cómodo como hacer un click en una web, pero un algoritmo jamás podrá sustituir la experiencia de entrar en mi librería de confianza, perderme entre sus estanterías y dejarme aconsejar por un librero que ama los libros tanto como yo.

Gracias, libreros.