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But in the end it doesn't even matter

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El último mes de segundo de bachillerato fue un infierno. No por el estrés de la selectividad sino porque no podía dormir pensando en qué pasaría si me equivocaba con el siguiente paso, si hacía la dramática preinscripción a la universidad y tomaba la decisión equivocada. 

¿Debía hacer algo diferente o lo que se me daba bien? ¿Era el momento de hacer una locura o mejor buscar algo «con salidas»)? ¿Y si escogía una cosa y no me aceptaban y me quedaba sin opciones? Obviamente, mi mente hiperactiva iba de un rechazo a acabar sin techo en medio segundo. 

Finalmente, ganó mi corazón y después de mucho batallar con el sentido común decidí arriesgarme por primera vez en mi vida y me apunté a las pruebas de acceso de la ESCAC, una de las escuelas de cine más importante del país. Todavía no sé cómo ocurrió, pero pasé el examen escrito, la entrevista y hasta elogiaron el autorretrato que había hecho como pieza de muestra. 

Cuatro meses después de ese agónico junio, volvía a no dormir, esta vez de nervios por entrar con diecisiete años a la universidad (mi cumpleaños es en diciembre y siempre he sido de las pequeñas de la clase). Lo primero que descubrí fue que el resto de estudiantes me sacaban entre cinco y siete años de media. Eran adultos, maduros e interesantes y yo era una cría que llevaba lentillas lilas e iba a clase vestida con estética de Gothic Lolita. 

SPOILER ALERT: Si habéis leído mi bio en esta web deduciréis cómo acaba la escuela de cine. 

Me saqué primero de la ESCAC con buenas notas, pero sentía que no era mi lugar. No me sentía muy acogida y por mucho que lo intentara no lograba quitarme de encima la etiqueta de «cría». Cuando empecé segundo viví un momento muy duro: una de las asignaturas tenía una proyecto anual que se hacía en grupo, y mi grupo de amigos me comentó que no me querían en el suyo. Fueron muy amables al respecto y sé que les costó decirlo. Lo acepté con dignidad y hasta les dije que estaba de acuerdo, pero fue un sitio más en el que no encajaba. Aguanté el primer semestre a pesar de que mis proyectos no gustaban a los profesores porque eran demasiado fantasiosos e infantiles. Pero después de una horrenda clase de guion con alguien que es bastante famoso, tomé una decisión. 

La escuela estaba a dos horas de tren de mi casa y me pasé todo el trayecto llorando porque no sabía cómo iba a explicarles a mis padres que quería dejarlo, que a pesar de ser una de las pocas elegidas, quería rendirme. La conversación fue dura por el contenido, pero mis padres lo aceptaron bien. Me dieron un poco de tiempo para decidir qué hacer y finalmente me decidí por algo que me gustaba, solo que con un poco más de «salidas»: Traducción e Interpretación. 

Ese junio volví a estar nerviosa por las pruebas de nivel de Traducción y en septiembre, cuando empecé, volví a estarlo porque en Traducción todo el mundo empezaba recién salido de bachillerato y yo era la que empezaba con diecinueve. Ahora era la vieja, la fracasada que se había equivocado de carrera y había perdido dos años. 

Traducción no fue fácil, pero sí sentía que encajaba, y aunque a media carrera me atreví a confesarme a mí misma que aunque me gustaba traducir lo que quería hacer era escribir, perseveré y me la saqué. Más tarde que nadie, más tarde incluso porque me cambié de idioma y volví a perder otro año… 

Pero ahora, con la carrera acabada y con todas esas experiencias detrás, me gustaría decirle a esa chica que no dormía que no pasa nada, que el tiempo es relativo, que tardar más no significa andar peor. Y que, en cuanto a decisiones personales, no hay correcto o incorrecto, solo hay lo que sientes en el momento. Mi yo de diecisiete años me habría mandado a la mierda, pero yo me habría quedado tranquila al decirlo. 

Sé que cada situación y experiencia personal son únicas, pero si has leído la mía y te has sentido reflejado en ella, puedo darte un consejo: haz lo que te haga sentir mejor sin preocuparte por el resto.

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